El recoger a nuestros ancianos en residencias y centros de día de la Tercera Edad, priva a los niños, adolescentes y jóvenes de la sabiduría de la vida que da la edad. Las batallitas del abuelo, los cuentos de la abuela o las mil y una peripecias que te acercan los "abueletes ajenos", son enseñanzas que desde el principio de los tiempos de la Humanidad sirvieron como guía para valorar en sí misma la vida.
Cuando vuelves la vista atrás, en esos momentos de recuerdo y reflexión, despiertas en tu mente los momentos mágicos que pasaste con los "abueletes". Una sucesión de flash te traen esos instantes en que paciente escuchabas todo aquello que les había enseñado la vida. Una sucesión de hechos, aventuras y desventuras que te preparaban para afrontar tu verdadero desarrollo personal corporal, mental y espiritual. Y sobre todo, la ética y responsabilidad con la que debías encararlo. Pero ahora, el vértigo de la sociedad con el que se encara la vida, nos priva de esa sabiduría al recluir en centros especializados a nuestros mayores, alejados de los hogares.
Desde muy corta edad, seguí con verdadera devoción las tertulias que sin ningún guión y de forma espontánea comenzaban los mayores. En silencio y sin interrumpirlos, como me habían enseñado, iba recorriendo los rostros según intervenían. "Lo más importante es saber escuchar en la vida", me decía siempre mi abuelo. "Siempre hay tiempo para hablar y muy poco para escuchar", remachaba. Y fue en aquellas reuniones a las que asistía con espartano silencio, echando una partida de cartas o tomando unos cafés, donde me forjé como persona.
En el devenir diario, inquieto, travieso, amante de los juegos y las aventuras, siempre había esos ratos para acompañar o sentarme con mi abuelo. El me enseñó a escuchar y fundirme con todo lo que me rodeaba. Fundirme con el susurro del arroyo, del río; volar oyendo el aleteo de los pájaros y el murmullo del viento; sentir el canto de los árboles e impregnarme del olor de las flores y, vibrar con los animales domésticos y salvajes. Cantábamos con cualquier tarea que realizábamos. "A todos los seres vivos les gusta el cante, porque serena el espíritu, relaja el cuerpo y transmite tranquilidad y seguridad", apuntaba mi abuelo. Y ciertamente, todo parecía fluir mejor en una paz sonora y alegre.
Una tarde de Primavera, lo siento rezumar como si estuviera ahora mismo viviendo ese momento, me pasé horas con un "abuelete" que frecuentaba el bar al que iba con la pandilla. Sobreviviente a la I Guerra Mundial; a la Peste Negra; a la Guerra de África (con Marruecos); a la Guerra Civil Española; a la II Guerra Mundial; a la posguerra y a la Transición a la Democracia, vivía sus últimos años con la pausa que da el paso del tiempo. Le escuché en silencio temeroso de cortar sus recuerdos y vivencias. Al poco rato, comentó desviándose del tema que me estaba acercando: "Sabes escuchar con educación y eso es básico en la vida. Todos esos amigos y amigas que te acompañan no tienen la paciencia y el interés para soportar la charlatanería de un viejo". Yo le dije: "Cada uno es como es y así debemos aceptarlo. A mí me encanta escucharles". Sonrió y prosiguió con su relato, como si no lo hubiera interrumpido.
Las mil y una andanzas de una ajetreada vida de más de ochenta años, siguió desgranándolas no como hazañas personales, sino como experiencias propias que debía transmitir para hacer más fácil el camino de los demás. Las recuerdo todas y daría para un genial libro social, poético y aventurero. Nuevamente hizo un alto y me preguntó: ¿Qué haces, estudias? Le respondí: "Sí. Estoy estudiando COU en Lugo". Con aquella tranquilidad que daba su mirada y las mil arrugas de su cara, me espetó: "Yo soy analfabeto y no sé escribir". Retomando de nuevo su relato, justo en la frase en la que se había detenido.
Pasaron las horas en una conversación, por mi parte, silenciosa animada, en la que yo tan solo intervenía en momentos puntuales para apuntalar detalles. Y llegó el momento de la despedida ya que él era muy riguroso con los horarios. Le dije: "Sabe, yo también quiero ser analfabeto y no saber escribir como usted. Aunque eso ya no sería posible después de esta charla". Sonrió con ese gesto sereno y entusiasta de quien se siente respetado y me contestó: "No todo está en los libros, aunque son muy importantes para el desarrollo y bienestar de la sociedad. Pero la sabiduría está en saber compaginar lo que ellos contienen y lo que de verdad te enseña el paso de los años. Y quien escucha es el ser inteligente que obedece a sus propios genes y le llevará a ser el más sabio sobre como vivir la vida, porque oír oyen todos". Le estreché la mano y con ese punto de ingenuidad que dan los pocos años, le dije: "Gracias por su tiempo y sus enseñanzas, porque ahora sé... que la vida puede ser maravillosa". Fue la primera vez que pronuncié esta frase que la hice un referente para el discurrir de mi vida. Él me contesto: "Sí que es maravillosa, con sus idas y venidas, y es la propia muerte la que la hace más intensa y emotiva".
Fueron muchos días en que pasaba y paso horas y horas con los "abueletes". Sin duda, la mejor universidad de mi vida. Pero ahora ya casi no quedan. Salvo en las horas del paseo, permanecen recluidos en esos seudohogares sin calor familiar confundidos con sus recuerdos y vivencias sin tener a quien transmitirlos. Vacíos y con la mirada perdida esperando la paz que les han robado sin el bullicio de los hogares. Sabedores y tristes de que los niños, adolescentes y jóvenes ya no serán igual. Ni la sociedad. Porque no se puede ir contranatura y los humanos necesitan en sus primeros años las enseñanzas que tan solo pueden darles aquellos que han aprendido de la vida.
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